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domingo, agosto 24, 2008 

Mañana de plata

Tal y como había planeado me levanté a las ocho, lo suficientemente descansado como para no necesitar la ducha y el café. Las calles están casi desiertas, únicamente perros tirados por sus dueños y algunas parejas que se dirigen a la cama vestidas de fiesta se cruzan conmigo. El suelo se adorna con serpentinas y confeti que la noche anterior surcaron los cielos y semblaron de sonrisas los rostros ahora dormidos.
Llego hasta Bonilla donde pido para llevar medio litro de chocolate y una docena de churros. Esta vez los compartiré con otra mujer, mi madre. Con este gesto no pretendo pagar mis ausencias ni el alquiler de su televisión y salón, me apetece desayunar viendo la final de baloncesto con ella.

Se juegan el oro olímpico España y Estados Unidos. Los minutos pasan en un tira y afloja, con muchos puntos y buen juego, rozando la frontera de los diez puntos de desventaja. No me invade cierto patriotismo ni peco de antiamericanismo cuando critico a los árbitros, cualquier persona neutral puede ver que su fuerte defensa se merece muchas más faltas y los continuos pasos de arrancada si no van a ser pitados nunca deberían declararse legales. Aún así consiguen acortar la diferencia a cuatro puntos. Un sms llega lleno de ánimo, soñamos con la victoria. El talento y los árbitros inclinan la balanza, derrota honrosa para unos y victoria sudada para otros que no están tan lejos como pensaban cuando ganaron en la previa por cuarenta puntos.

Paso las siguientes horas conectado intentando ponerme al día de las novedades en cine y música mientras intento que mis dedos vuelvan a sentir el cosquilleo de querer pulsar las teclas y actualizar de una vez mi diario virtual.
Vuelvo a la televisión dos veces más: una para ver la entrega de medallas de básket y otra para ver la salida del Gran Premio de Europa de F1.Debe ser duro el sacrificio de dejarte tu sueldo en tiempos de crisis para ver a tu ídolo y éste quede fuera de carrera en las dos primeras vueltas.

La hora de comer se acerca y descarto la opción materna y paterna por la del Dublín que considero casi familiar. Huele a cultura nada más entrar: en una mesa el escritor del barrio (citado y fotografiado en un artículo que leo en El País sobre la cercana Santa Cristina) y dos de las mujeres de su vida; en otra mesa toca tertulia culinaria entre librera, restaurador de museo, dos mujeres más de profesión desconocida y la cocinera.
Llevo casi dos meses sin aparecer por allí, el ambiente sigue siendo el mismo pero la camarera es nueva. La conozco de otros locales más nocturnos y me sorprendo al verla detrás de la barra. Imagino que no ha trabajado la pasada madrugada porque va tan elegante que parece que tiene un compromiso posterior. Termino mi comida y uno de los periódicos mientras ella finaliza su turno y sale casi a la carrera, mis sospechas son fundadas aunque nunca sabré la razón.

Subo a casa a enfrentarme al portátil, una vez más huyo de las labores domésticas. Debo de continuar esta labor vocacional de escribir que debería ser diaria. La tarde sigue, mis dedos teclean al ritmo de voces masculinas (Adam Green y Jack Johnson) y femeninas (peleando por el trono soul británico: Sharon Jones, Amy Winehouse, Adele y Duffy).
Miro alrededor: la ventana dice que va a llover, el suelo pide a gritos que le quite las motas de polvo, los papeles se acumulan sin orden por todas las superficies y la ropa limpia empieza a escasear en los estantes. No queda más remedio que rendirse a la operación limpieza por unas horas.

Cumplidas algunas tareas me vuelvo a sentar ante una pantalla más grande para ver un dvd. Cuando acaba pienso en si ella volverá hoy a tiempo para cenar y dormir juntos. Le mando un sms y me lo confirma. Me toca subir a mí.

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